20 febrero 2011

Lo que te contó un retrovisor

Habitualmente, en cualquier destierro sobresale un protagonista en la escena de mi recuerdo. Puede ser individual o colectivo, pero casi siempre lo hay e interactúa conmigo, claro, porque mi mente me hace revivir, casi como narrador omnisciente, historias en las que ya he estado. Por eso hoy creo que  como cabeza de cartel de esta película del destierro debería estar, simplemente, el sustantivo de  un objeto inanimado: retrovisor. Y así, contenido en él, quién miraba y quiénes se reflejaban, se convierten en secundarios de lujo de la historia.
Esta breve reflexión ha llegado al darle a la tecla, tiempo después del exilio que, esta vez, me cogió al volante, en un semáforo de la ciudad. Esperando a que se iluminara el verde, los ojos se me fueron al retrovisor. Por inercia. Ajenos a la conversación que mantenía con mi copiloto, dos de mis acompañantes mantenían un diálogo propio. A media voz. Una confidencia, una tontería o un recuerdo compartido a medias. Pero esa insignificancia, que a ellos dos seguro que se les ha olvidado ya, a mi me sirvió como autopista perfecta para el recuerdo.
De pronto en el retrovisor aparecen tus ojos. Acusatorios y sorprendidos casi a partes iguales. Estamos de vuelta del inicio de otra noche quemada entre rones y aires de sur. Volvemos a casa, no a la nuestra, que aún es pronto, sino a ese segundo hogar, primero en horario nocturno. Es el día y el momento en el que empezó todo. O quizá allí acabo. Aún no he llegado a saberlo. De fondo una conversación a cuatro bandas. Varios temas cruzadas. No recuerdo si fue el día de aquella surrealista discusión sobre quién cantaba aquella mítica tonadilla. Apuesta que ganamos, por cierto. No lo sé. A pesar de que el recuerdo es nítido, demasiado incluso, las circunstancias y motivaciones siguen entre brumas. Pero no es por mi reconocida mala memoria, sino porque,  tampoco entonces, especialmente en lo referente a los motivos, tenía nada claro. Y a día de hoy, aún no lo tengo. Me pierdo en metafísica.
El caso es que en el instante al que me ha llevado mi destierro, necesitaba su palabra para reafirmar una alocución con la que pretendía convencerte de algo, niña. Intuirás que no tengo ni la más remota idea de qué te quería convencer, aunque pondría la mano en el fuego a que finalicé la parrafada metiéndome contigo. Con cariño, eso sí, como siempre. Pero necesitaba una sonrisa cómplice para mi última broma, y por eso me giré para mirarle y encontrar en él un gesto que le implicara en la conversación. Remate perfecto para mi punto de vanidad periodística que necesita la aprobación de los demás.
Pero no sé qué pasó exactamente en aquel instante para que me dejase llevar. Una invitación, clara y directa, a caer en el sabor de su boca. Una mano en la mejilla. Una suave caricia que me atrae hacia él. Y mi resistencia, si es que la hay, que cae con facilidad ante el olor de su perfume. Y me pierdo en sus labios por primera vez. No pienso ni en motivos, ni en consecuencias. Otra vez la impulsividad casi patológica me hace coger un camino que podía ser erróneo. Tiene toda la pinta de serlo, además. Tú, amiga, lo intuiste mucho antes que yo, y por eso creo que me lanzaste aquella mirada inquisitiva en un retrovisor chivato. Posiblemente tratabas de avisarme de un peligro que yo creía tener controlado. Y, ya ves, ni esos ojos clavados en los míos me hicieron sentir mal, como ya te lo confesé en su momento. ¿Para qué voy a mentir? Me sentí bien. Muy bien. En las putas nubes. Y es que aquello era el lógico final, no sólo a esa noche, sino a varias madrugadas anteriores plenas de gestos insignificantes que ahora cobraban sentido. A interminables conversaciones telefónicas con la excusa de determinar una hora de salida. A sentimientos, pasados, contados al calor de la confianza que se estableció desde el primer día. A canciones susurradas al oído, cerca, muy cerca, demasiado cerca. Tenía que pasar. Yo lo sabía. Él también. Tú también, como me dejaste claro con esa mirada en el retrovisor. Hasta el copiloto, que no sé si se llego a enterar del todo, gracias por el capote a tiempo niña, creo que también intuía que la historia llegaría, algún día, a ese punto. 
Pero todo eso lo pensé tiempo después, quizá incluso con el paso de los días o las semanas, cuándo fue naciendo además la idea de este blog. Porque justo en el instante de este exilio, cuando bajé de la nube a la que me invitó a subir, sólo recuerdo que lo primero que vi al despertar de aquella locura, fueron tus ojos en aquel espejo que te hizo cómplice de todo. Y eso, que a pesar de ese retrovisor soplón, hubo quién siempre defendió que la niña, sólo sospechaba algo.

El gran teatro de los sueños

Volví a pisar las calles de la ciudad que me acogió en sus noches, hasta llevarme, mala cabeza propia, al exilio. Aquella a la que le escribió, como nadie, Sabina, entre humo y whiskies. No tengo compromisos, y voy andando por inercia, acabaré dónde me lleve el viento, sin rumbo fijo. La primera visita de la mañana, era obligada por cercanía, y devoción. Si hubiera llevado sombrero, como Juncal, yo también me hubiera destocado al pasar por su Puerta. Y eso a pesar de la carpa, las luces y la música de Camela, que pretende, sin conseguirlo, convertirla en algo que no es. Recinto sagrado en el que algunos entramos con similar respeto al que lo hacemos en un catedral. Y perdón si se considera blasfemia, para muchos, es la verdad. El metro me lleva allí dónde nacen los caminos. Sigo sin prisa y sin rumbo: derecha, izquierda, arriba, abajo, sin destino.
Sin pensarlo me encuentro frente a la puerta en la que comenzaron muchas cosas. Detengo mi camino y me apoyo en la pared paralela para fumarme un cigarro mirando a aquella fachada, con la conciencia de que allí va a comenzar un exilio. No le pongo fecha exacta. Ya sabes niña que para eso soy pésima. Dejémoslo en Febrero. Yo ya había estado allí. El día antes, como perfecto regalo de cumpleaños, pero tenía que pasar por ese lugar para saludar. Extraña pandilla de edades y lugares distintos con una misma pasión. A algunos les ponía cara, a otros sólo un nombre, y a unos pocos, un simple apodo. Seguidores cibernéticos de un ídolo mítico. Debo reconocer ahora, que aparecí de casualidad, por un plan que se anuló a destiempo. Nadie me cree cuándo hablo de extrema timidez, sobre todo en los primeros encuentros, pero prometo que es verdad. Al final, el destino me llevó allí, y con ganas de liarla. Siempre para bien. Reconocí un par de caras en aquella cola, y puse mentalmente los nombres de guerra. Yo tenía el mío, claro, reminiscencia de un pasado, más o menos glorioso, en la red de los cuernos. Me acerqué con más miedo que vergüenza. Y llegaron los saludos, las presentaciones, los besos, los abrazos… Y una locura, la primera de tantas. Oye que pone ahí que venden una entrada por 20 euros. Estuve en 3 en apenas 15 días. Y lo volvería a hacer, por él, claro, pero también por empezar una amistad como la nuestra. 3, 5, o los que hicieran falta. Aquella noche, fue la primera, pero repetimos, como las natillas. Comando juventud. Horas a la intemperie, y ambiente enrarecido del que yo, como casi siempre, me enteré mucho después porque fui la última en llegar a aquello. Entré a una historia a medio empezar. Pero no importó. Hubo ese algo de una amistad grande que se nota desde el principio. Esa extraña sensación de cuándo alguien te mira a los ojos y sabes de inmediato que pasarás muchos años a su lado. Y esa noche nació un mote que se consolidó al sol de una puerta televisiva y que acabó convirtiéndose en modo de vida que nos hace coger aviones, atravesar España o planificar en un banco y con unas pipas, nuestros días en azul y blanco….
Vuelvo a mirar  la fachada de aquel teatro y recuerdo como salimos de allí, a la carrera, en esa segunda vez. Aquella en la que fue él quién nos bautizó después de una tarde entre lagartos amarillos y señoras apurando el sprint… No olvido otra. La última. Y la más alucinante. Tú y yo, niña, en mitad de un día como ése. Emocionándonos con todo. Flipando con todos. Sin palabras para definir una noche como aquella. Y nosotras, como fans, pero fans, fans, contando aventuras folloneras a gente que conocíamos de la tele. Flipas… Apuro la última calada al cigarro, y tiro una foto con el móvil a ese gran teatro, el de nuestros sueños.

19 febrero 2011

A modo de nota explicativa

He entrado en una nueva fase de este exilio obligado. Me he vuelto a ilusionar. Con el trabajo,  con la ciudad, con los amigos, con las escapadas de fin de semana, con las flechas que lanza el destino. Sigo, de vez en cuando, permitiendo que mi cabeza se vaya a otro sitio y otro momento. Pero ya no pido perdón ni explicaciones. Ni siquiera a mí misma. Porque quiero volver a disfrutar haciendo y pensando lo que me da la gana en cada momento. Ya no escucho reproches, aunque sean por mi bien, ni solicito consejos que vayan por lo políticamente correcto. Me apetece hacer y decir lo que quiera, de nuevo, sin pensar en nada más. Y siempre con una intención: la mía. Quién le busque tres pies al gato, que se lo plantee, que ya no es mi culpa ni mi problema. Nunca quise engañar a nadie porque siempre fui de frente, y lo que hay por detrás, ya no es mi responsabilidad. Que ninguno se sienta aludido, que estas letras no van por nadie en concreto, y por todos en general, principalmente por mí, que me sometí a un dictado que me ha hecho mucho daño, por mi propia estupidez. Probablemente quiénes deberían leer esto, aquellos héroes de las dobles intenciones, nunca lo hagan, y será mejor así. Pero yo necesitaba juntar palabras para contar más o menos esto. Y ya que se acerca el carnaval, acabo unas frases de la comparsa “Las noches de bohemia”, que el año pasado llevaban un popurrí, que debería convertirse en credo:
Y hace falta, también, para saber que la vida se ha vivido, equivocarse de horizonte y de camino, andar perdido y caer, sentir el vértigo, la náusea y el hastío, ver al diablo cara a cara y apretar, muerto de frío, los huesos contra la pared (..) Reventé mi puño y mi canción luchando por lo que creía. Y miro al mundo. Y miro a mis heridas. Y veo mi sangre derramada. ¡Ya no creo en más revoluciones que en la tuya y en la mía!

07 febrero 2011

Dónde está la reina mora

Tres palabras bastaron en esta ocasión para sacarme de mi insustancial día a día. No recuerdo qué habíamos hablado en una tarde de café y humo. Seguramente de todo y nada, como siempre que nos reunimos. De Pascuas a Ramos. Habría que cambiar eso. Pero al despedirte, utilizaste una fórmula que me volvió a llevar al foro. Te alejaste, mientras yo seguí allí parada, noqueada por el destierro al que me llevó tu “adiós, reina mora”. Hacía mucho que no oía esa expresión.  Posiblemente desde que el núcleo duro se dejó de reunir con asiduidad. Tradicional despedida de quién compartió pupitre y confidencias conmigo durante muchas clases. Por cierto, pelirroja, no sé si te lo digo a menudo, pero te echo de menos. Pequeño, a ti también, of course, y más ahora que sé que te voy a tener muy lejos.
Sin embargo, últimamente esas palabras me recuerdan al templo, para variar. En mitad de la calle, suelo bendito, con el frío cortándome la cara, mi mente me llevó a aquellos primeros días de Marzo. Inicio de la época culminante de la auténtica vida Ni-ni… ¿Qué si nos hacemos otro el viernes? Creo niña, que esto ya es vicio. Además, al contrario que tú, yo no tengo ninguna intención de aprender a bailar. Soy sorda del pie derecho y arrítmica del izquierdo. Pero nos lo pasamos bien. Eso es verdad. Y me despiertan cierta curiosidad sociológica estos nuevos amigos que nos hemos echado. Sí, el padrino y el notario. Singulares personajes. Venga va, el viernes estamos allí…
No te lo vas a creer, pero me ha llamado uno de ellos. ¿Cuándo le di mi teléfono? ¿En la mesa?  ¿Cuándo lo de la boda?  Ni idea. No me acuerdo. Bueno, pues que sepas que ya no hay opción de elegir, se van a sentar con nosotras sí o sí. Mesa para cuatro. Ojo avizor que se anuncian golfos. Yo creo que con peligro. La niña dice que no. Simpáticos y de sonrisa contagiosa. En la pista, clases de baile. No te dejan descansar, niña. Lecciones magistrales para aprender en tiempo récord. De aquí a Sara Baras, un pasito con arte. Mientras, en la mesa, la forja de una amistad. Primeras palabras a media voz.  Con el rabillo del ojo sigo pendiente de mucho niño mono con camisita de cuadros y extensas patillas. No es plan de perder comba. A estas alturas, ya tenemos fichados a muchos. Algunos ahora son amigos de redes sociales. Pico pala cibernético. A nadie le amarga un dulce.
Sin embargo, no voy a engañar a nadie, sobre ti nunca fijé la mirada. No me llamaste la atención. No recordaba siquiera que me había lanzado a bailar delante de tu mesa, con más alcohol que vergüenza, en la noche de mi cumpleaños. Hay pruebas. En las distancias cortas, las cosas no distan de ser diferentes. Vas ganando puntos, claro, por tu verbo fácil, a la par que embaucador, y por ese carisma que tiene quién ha tratado con ángeles y demonios a lo largo de su vida. Pero en mi indiferencia, nada fingida en ese primer momento, hay algo que me descuadra. Me estas dejando claro, no sé si consciente de ello, que cumples un perfil que, salvo por un detalle, tiene visos de convertirse en peligroso para mi. Pero el detalle era, y es, tan importante e insalvable, que empiezo un juego con la tranquilidad de quién lo tiene todo controlado. Ahora en el exilio, viendo aquella noche desde fuera, creo que esa noche comenzó ya nuestro ratón y gato particular. Yo, tan versada en noches de golfos y conquistas como testigo indirecto, estaba convencida de apostar a caballo ganador. Ahora puedo decir aquello de craso error. Pero esta noche, a la que hoy he vuelto en mi destierro, me dejé embaucar por historias de amor y sevillanas. Aquellos aires del sur con los que puedes conocerte, enamorarte, enfadarte y reconciliarte, según me descubriste mientras mirábamos los sorprendentes avances de la niña. Empecé, a la vez, a sentirme parte del templo porque me descubriste, entre cubata y cubata, muchos de sus secretos.
Unas rumbitas para desengrasar. Nos animamos todos. Oye, oye, me has engañado: ¿no decías que no tenías ritmo? Tú acabarás bailando sevillanas, ya me encargaré yo. Sonrío ante la simpática amenaza Con el son caribeño vuelvo a la mesa, que esto ya es mucha tela para mí. Tras la salsa, el obligado pasodoble. El profe de la niña me anima porque quiere sacarme a bailar. Te levantas, y me miras divertido. O sea, que llevo dos horas aquí dándola conversación, porque no quiere aprender a bailar, ¿y ahora vas a venir tú a quitármela?  No te lo crees ni tú, chaval. Reina mora, vamos a la pista. No puedo más que aceptar tu mano tendida, con una sonrisa en la boca y seguirte a la pista. ¿Y eso de reina mora? Es el pasodoble, que dice eso. Ahora lo escucharás. Sólo una cosa para bailar esto: nada de la mirada a los pies. Si me pisas, da igual. Quiero que me mires a los ojos y que te dejes llevar…
Cuándo recorrí las 42 leguas de vuelta, ya te había perdido de vista, amigo. Creo que doblaste la esquina. Camino recto a tu casa. Yo enfilé el que me llevaba a la mía. Pero antes de comenzar a andar, saqué el ipod. Repasé el listado de canciones buscando una concreta. Aquella en la que un duende va buscando en la noche los ojos negros de una reina mora…

04 febrero 2011

Para echar un rato

Mudanza. Otra más. Recuerdos que se mueven de caja en caja. Viejas historias que parecían olvidadas y que salen a la superficie desde el fondo más oculto del baúl perdido. Alguien me pide que suba un cuadro al coche. Miro la imagen desde fuera y la cabeza me lleva de exilio al suelo sagrado.  Me vienen retazos de aquella semana de fiesta, cuya última fotografía también tenía una pintura apoyada con mimo en los asientos traseros de un coche. Te dejaste convencer, amigo, para tomarte una cerveza antes de volver a casa. Aquella fue la despedida perfecta de siete días en los que yo te seguí casi como una sombra. Te buscaba desde por la mañana y solíamos despedirnos al empezar la madrugada. Tú solías seguir de fiesta, pero yo, por edad, debía regresar a casa. Una lástima. Aquella fue una semana para descubrir un mundo tan maravilloso como cainita. Puñaladas y abrazos casi en la misma intensidad y al mismo tiempo. Fueron muchas horas compartidas en esos días. En todas me sentí acogida como una alumna más, viejo profesor, para enseñarme, en vivo y en directo, los secretos de una profesión tan compleja como apasionante. Creo, puedes sonreír, que en todo esto sigue habiendo algo de amor platónico, porque a día de hoy, sigues siendo mi debilidad. Sabes, y eso que nunca te he contado todo, que me he enfrentado a tantos en tu defensa, que perdí la cuenta. Y es que tienes más enemigos de los que mereces por llevar entre los dientes esas verdades que se clavan como puñales. Pero yo seguiré desenfundando  la espada de la palabra, con ironía y sarcasmo, como aprendí de ti, para contrarrestar los ataques. Aunque sólo sea por aquella semana que termino con esa imagen que, ahora vuelvo a tener delante, y que me ha llevado al exilio temporal: con un cuadro en el asiento trasero de un coche. Espero verte en el norte. Y tomar esa caña que se convertirá en media noche de fiesta. Y guardarte, como siempre, los secretos de vinos, toros y mujeres. Tranquilo, que yo no sé nada, amigo.