Mudanza. Otra más. Recuerdos que se mueven de caja en caja. Viejas historias que parecían olvidadas y que salen a la superficie desde el fondo más oculto del baúl perdido. Alguien me pide que suba un cuadro al coche. Miro la imagen desde fuera y la cabeza me lleva de exilio al suelo sagrado. Me vienen retazos de aquella semana de fiesta, cuya última fotografía también tenía una pintura apoyada con mimo en los asientos traseros de un coche. Te dejaste convencer, amigo, para tomarte una cerveza antes de volver a casa. Aquella fue la despedida perfecta de siete días en los que yo te seguí casi como una sombra. Te buscaba desde por la mañana y solíamos despedirnos al empezar la madrugada. Tú solías seguir de fiesta, pero yo, por edad, debía regresar a casa. Una lástima. Aquella fue una semana para descubrir un mundo tan maravilloso como cainita. Puñaladas y abrazos casi en la misma intensidad y al mismo tiempo. Fueron muchas horas compartidas en esos días. En todas me sentí acogida como una alumna más, viejo profesor, para enseñarme, en vivo y en directo, los secretos de una profesión tan compleja como apasionante. Creo, puedes sonreír, que en todo esto sigue habiendo algo de amor platónico, porque a día de hoy, sigues siendo mi debilidad. Sabes, y eso que nunca te he contado todo, que me he enfrentado a tantos en tu defensa, que perdí la cuenta. Y es que tienes más enemigos de los que mereces por llevar entre los dientes esas verdades que se clavan como puñales. Pero yo seguiré desenfundando la espada de la palabra, con ironía y sarcasmo, como aprendí de ti, para contrarrestar los ataques. Aunque sólo sea por aquella semana que termino con esa imagen que, ahora vuelvo a tener delante, y que me ha llevado al exilio temporal: con un cuadro en el asiento trasero de un coche. Espero verte en el norte. Y tomar esa caña que se convertirá en media noche de fiesta. Y guardarte, como siempre, los secretos de vinos, toros y mujeres. Tranquilo, que yo no sé nada, amigo.