13 octubre 2010

Área de servicio

Una mirada de soslayo. Plena madrugada. Una vuelta agridulce. La arena negra de Bilbao sólo pudo contemplar detalles de ese duende de la Ribera. A la vez volvimos a emocionarnos con la verdad de un murciano pequeño y rubio. En vaqueros. Como los valientes. Una guerra a muerte. La grandeza de una pasión. De un arte. De un rito. La radio escupe titulares deportivos de domingo por la noche. Tragedia nacional porque a un niño portugués le dieron un golpe en el tobillo y tiene molestias. Me vienen a la mente los puñales de los escolares. Visualizo una taleguilla abierta de arriba abajo. Los vaqueros. Una contusión en un tobillo. Manda huevos. Paro el motor del coche. Estoy a pocos kilómetros de mi casa, tengo combustible de sobra y ni me acechan el hambre o la sed. Pero me apetecía parar. Aquí y a esta hora. Por mi. Por ti. Por él. Pido un refresco y me siento en la misma mesa que aquella noche. Estoy sola en el área de servicio. Pero cierro los ojos y puedo volver a ver las sillas llenas. Un equipo que es como una familia. Y tú y yo adoptadas como dos más. Las niñas. Nos cuidan como si todos fueran nuestros padres. Nobleza obliga, y la orden viene de arriba. Suena el teléfono para cerciorarse de que estamos allí, con ellos. Tranquilo jefe, que están bien. ¿Te acuerdas? Seguro que sí. Fue de los últimos. Abro los ojos y siento muy dentro lo mucho que lo echo de menos. Sé, por telepatía, que tú también. Hace demasiado que no vibramos en un asiento. Son bastantes días sin mirarnos para decirnos, sin palabras, que estamos viviendo algo mágico. Se acumulan por exceso los minutos en los que no siento un codazo en el final sostenido en el aire de una canción. Miro a mi alrededor y me sale una sonrisa grande, franca, necesaria. Dentro de una semana volveremos a sentir todo eso. Como antes. Como siempre. No queda nada, niña. Por fin.