Viernes. Miro de reojo la hora que marca el reloj del coche mientras conduzco hacia casa. Apenas pasan unos minutos de la medianoche. Me siento extraña mientras aparco. Parece una tontería pero casi ni recordaba cómo era llegar un viernes a la guarida del guerrero a tan tempranas horas. Le doy vueltas a la conversación recién acabada. Promesas de trabajos y proyectos que nadie sabe si saldrán pero que nos ilusionan como si fuesen a empezar mañana mismo. De fondo, la opción de quedarse aquí haciendo lo que me gusta, frente al anhelo de volver a la aventura del foro. Luces apagadas. Me doy casi de bruces con el mueblebar, que de improviso, se me ofrece como solución de emergencia para no caer en los programas del corazón que a esa hora emiten en la tele. Un vaso, dos hielos y un vodka caramelo. Exótica bebida. Ahora se ha convertido en habitual para mis amigos. Mucho antes, yo la descubrí entre piratas, y afiancé mi relación con ella en madrugadas andaluzas. Por eso el primer trago me lleva a unas cartas. Un mus a la luz de la luna. Nos lo jugábamos todo. Nunca quise saber de verdad lo que significaba aquella apuesta. Desafío, por cierto, que gané y del que nunca llegué a cobrar tributo. Recorro mi habitación en la penumbra de la noche y con el sabor dulzón del vodka en los labios. Abro la ventana y me encuentro con la luna mientras el viento del norte me corta la cara. Frío veraniego que tantas veces eche de menos el año pasado por estas fechas. Bendita tierra esta. Mirando al cielo, intento acordarme de lo que me explicabas de las estrellas y las constelaciones. Siempre me extraño aquella afición en un bohemio al que conocí de madrugada dando lecciones de golfería entre rones y canciones de desamor. Una más de tus contradicciones. Otra vez. Me he vuelto a acordar de ti. Da igual que cada noche, tras el examen de conciencia pertinente, me prometa una y mil veces que no pensaré en ti, que ya no merece la pena. Pero hoy tengo excusas. Ha sido el vodka caramelo. Y las estrellas. Lo juro.