Plaza de toros de cemento. Sin cubierta. Octubre. Al norte del Norte. Más allá de las 8 de la tarde. ¿Hace falta explicar algo sobre el frío o se sobrentiende? Pues eso. Arrastran al último y salimos casi a la carrera de allí. Se inicia la búsqueda desesperada de un bar. Nos sirve cualquiera, no pedimos exquisiteces. Un cartel anuncia Cafetería – Pastelería al doblar una esquina. Vale. Sólo queremos un café para entrar en calor. Además apenas tenemos 10 minutos. Luego habrá que recorrer el camino de vuelta. Toca folio en blanco y darle a la tecla juntando palabras para contar a la gente lo que hemos visto. Sin preocupaciones. Media página se soluciona rapidito. A estas alturas de la temporada, puro trámite.
Un cortado y uno con leche, por favor. De pronto se abren las puertas de lo que parece una pequeña cocina. Dos platos de churros recién hechos, salen para acompañar a un par de chocolates que ya estaban sobre la barra. Y para mí es inevitable comenzar el camino del destierro ante aquella imagen que, durante unos meses, fue el epílogo perfecto para las noches de templo. Es complicado, como me ha pasado últimamente, pararme en un solo momento. O recordar únicamente una frase suelta. Son muchos los instantes, y aún más numerosas las sentencias célebres al calor de un desayuno. Todas esas historias a las que me lleva este exilio interior tienen puntos comunes, el más importante de ellos, y por tanto el más añorado, la compañía. Vosotros. Ese dispar cuarteto del arte. Cuatro amigos diametralmente opuestos en casi todo pero unidos por amaneceres como estos, sevillanas de desamor, rones con coca-cola, interminables conversaciones telefónicas y alguna escapada de locura. Cuatro vidas distintas y con pocas cosas en común pero que una noche perdida, coincidieron en el mismo lugar y a la misma hora. Y hasta hoy. Como las cosas importantes, aquello se inició por dos tonterías. Por cuatro piropos con arte. Por unas clases de baile a coste cero. Por historias pasadas que fueron contadas al abrigo de la confianza y la complicidad. Por mil pequeños detalles que, al menos a mí, me cambiaron la vida de mis últimos meses en el foro.
No sé muy bien cómo empezó la tradición del desayuno. Directamente aparece en mi memoria como un hábito más. Lógico final para cualquier noche festiva. Al principio, siempre en aquel minúsculo bar con pocas opciones de elección: café, porras, chocolate y churros. Yo que siempre renegué de los desayunos dulces tras las farras. Yo que fui profeta del bocata o el pincho de tortilla con un ron cola como fin de fiesta. Y de repente, me vi ahí con un plato de churros y un café con leche. Nunca protesté. Como decía antes, lo importante era la compañía. No siempre éramos cuatro, eso es verdad. Algún martes perdido sólo llegábamos dos. Tú y yo, para variar, inmersos ya en una espiral de salidas y despedidas que hacían de cualquier día, el nuevo viernes. En ocasiones, se unía gente dispar desde golfos con carnet a policías con tacones pasando por futbolistas comprometidos y estudiantes en exámenes. Personas que también tienen su hueco en el recuerdo. Pero mi exilio me ha llevado hoy a los míticos, a nuestros desayunos de cuatro. Risas, bromas, recuerdos, historias. Alguna que otra duda existencial: sí, que te queremos, tío, que no des más la murga. Dobles sentidos, buscados o inocentes, estirados hasta el infinito y más allá. Canciones de detenciones y sargentos que se convirtieron en himnos extraoficiales del amanecer. Extrañas esperas en el bar, mil perdones, por dejarnos llevar 5 minutos creyendo que la niña, qué lista, no se pispaba de la situación. No puedo evitar la sonrisa. Una mueca tan alegre por lo vivido, como triste por lo mucho que lo añoro. Una mano delante de los ojos me devuelve a la realidad. En este exilio me he excedido. Mi interlocutor se ha dado cuenta de mi nula atención a sus palabras. No me queda más remedio que pedir disculpas. Han sido los churros. Y el chocolate. Inolvidable aquello, inevitable el destierro.