19 octubre 2010

Cuánta razón tenías, amigo

Aléjate de él. Tres palabras bastan esta vez, para mi mente vuelva a desconectar. Mal momento. Estoy currando y debería tener los cinco sentidos en preguntas, respuestas, datos, piezas y totales. Pero la mente tiene hoy un día juguetón y una simple frase me ha llevado a otro sitio. Ahora son más de las 6 de la madrugada. Nadie quiere irse. Seguimos la fiesta en otro antro de mala muerte, casi cualquiera nos sirve. El entorno al que me llevan mis recuerdos se vuelve oscuro, iluminado sólo por focos azules en un intento de dar intimidad y buen rollo. Miguel de Molina canta, como nadie lo ha hecho nunca, Ojos verdes, poco antes de que Alaska se pregunte aquello de a quién le importa. Extraña e interesante mezcla para acabar de apurar la noche. Casi tan rara la composición como la del grupo que ha resistido las horas festivas. Improvisado grupo de gente que ahora anda desperdigada por el bar. Dos creo que han desaparecido en una especie de oscuro pasillo que comunica las pistas de baile. La noche es joven. Tres chavales se rifan a dos apretadas chicas que nos han seguido cegadas, quizá, por el brillo de las luces de los trajes de torero. Seguro que alguna no duerme sola. Rotos para descosidos en la golfería de noches sin fin. Todo envuelto en promesas, tranquilo torero que es nuestro secreto, de que ellos nunca estuvieron allí a esas horas.
 Alguien me acerca otro ron como agradecimiento por haber aparecido allí. Te di mi palabra, amigo, sólo te pedí tiempo para la despedida, pero creo que no confiabas en mi fuerza de voluntad. Visto lo visto ahora a toro pasado, la duda era lógica. Es hora de confidencias. Sonrió al pensar en mi cara de incredulidad cuándo me dejaste claro que sabías o intuías certeramente casi todo lo que pasaba a nuestro alrededor. Amigos de cuatro noches. De horas quemadas hasta el amanecer. De rones tomados como desayuno. Y, sin embargo, existía, casi de forma mágica, una corriente de simpatía y confianza mutua. Casi sabías más que yo. O al menos tu tenías más certezas de las que yo en aquellos momentos, me resistía a admitir. La información es poder, periodista. Eso me dijiste con socarronería antes de confesar que, en cierta manera, a ti te gustaba ser poderoso. Encima guasa. Recuerdo que me hiciste sonrojar varias veces esa noche. Querías que te confesara con palabras algo que ni yo misma me atrevía a declarar en la soledad de mi habitación. Incluso te bastaron mis miradas y mis elocuentes silencios para confirmar lo que ya creías sobre mis sentimientos. Ahora debería ser yo quién te invitase a una copa, porque en el fondo, no ibas desencaminado. Mi semblante cambia al recordar cómo cesaron las risas. Las confidencias tomaban un tono aún más serio. Grave. Formal. Me pides permiso para decirme algo. No quiero molestarte, repites una y otra vez a escasos centímetros de mi cara. Vuelvo a sonreír al pensar en cómo te miraba mientras repetías la frasecita. A estas horas, creo que te conteste, no se pide permiso, en todo caso, luego me pides perdón…. Aléjate de él, niña… Incredulidad… Me quede como un púgil noqueado, y recuerdo entre brumas que sólo pude balbucear un lamentable ahora ya no puedo…. Volviste a repetirlo y además, amigo, me advertiste del daño que todo esto podía hacerme. Y yo sólo podía reiterar aquel patético no puedo… Aléjate de él. Y un brazo me aparta hacia la derecha para salirme del plano del entrevistado. Es agosto, media mañana de un lunes y el frío corta la cara.